Dicen que la primera vez jamás se olvida, aunque se podría hacer una analogía sobre esta frase y posicionarla en diferentes ámbitos: el primer libro, el primer beso, la primera cerveza, el primer viaje fuera de nuestro estado o país, el primer amor, pero de lo que me interesa hablar aquí es sobre la primera vez en el teatro.
Si a menudo son miles de personas que nunca han leído un libro, son mucho más las que no han ido al teatro, de entrada porque existe en el imaginario la versión de que es aburrido en comparación con el cine y la televisión, además los efectos especiales nunca superarán a los de la pantalla, pero siempre olvidamos que es la sustancia que se hace viva en la escena (el actor) lo que le da sentido al teatro.
Me he topado con infinidad de gente que dice practicar el oficio, pero al parecer ha confabulado toda una maquinaria para alejar al público del teatro, ya que además de que cobran la entrada a sus espectáculos, por lo visto han encontrado en estos espectáculos improvisados una forma de generar dinero, sin importar que el espectador se vaya con un mal sabor de boca y con la firme convicción de nunca regresar.
He visto infinidad de niños diciendo “Mamá, vámonos, ya me aburrí”, o el clásico joven que con sus expresión más burda y sincera sólo alcanza a decir: “chale, para eso me compraba 4 caguamas”.
Este no es un espacio para discutir la función del teatro, es decir, si tiene que ser entretenido, educativo o social, pero sí advertir que se están confundiendo los términos y la mayoría de lo que la gente tiene en su cabeza es, sí ya vi una obra, era regional. Hay que aclarara también que el término regional tan complejo y en nuestro estado muchas veces bien planteado, ha sido traducido por muchas personas como una elaboración de parodias, de hombres travestidos como mestizas y que sólo recitan insultos y chistes de doble sentido y en lo mejor de los casos elaboran la ya anunciada “mezticienta”, y eso en el mejor de los casos es el único acercamiento de algunos jóvenes con este arte.
A lo que voy, es que el mejor momento que se le puede dar a un espectador es ponerlo al alcance de una obra de teatro, cuando esto pase se tendrá la seguridad de que esa persona se convertirá en un ciudadano de la escena y por lo consiguiente del arte.
Este decir no es arriesgado, el problema radica, en que como una vez decía Luis de Tavira, en que “el teatro no siempre se hace, no siempre se da”. ¿A qué nos referimos con que el teatro no se hace, no se da? No se si usted lector alguna vez se ha topado con una obra de arte (discursiva o conceptual) que lo ha dejado anonado, al borde de las lágrimas o en el refugio de éstas, con una obra la cual usted sabe perfectamente nunca podrá olvidar, si eso pasa es que el arte se dio, se hizo.
Aquí tampoco nos conflictuaremos, al menos en este artículo, con la teoría de la recepción, la hermeneútica o la semiótica para explicar cómo se dan los procesos receptivos entre obra y lector/espectador.
Mejor explico la idea general de lo que se ha venido hablando a partir de mi primera experiencia. Hablo de una vida como consumidor asiduo de arte (y otras toxicidades) y dedicada al estudio escolarizado del mismo, por lo que me sucedió en 1996, cuando en ese entonces estaba en la ciudad el Festival de Teatro “Wilberto Cantón”.
Según recuerdo nunca me gustaron los eventos donde se aglomerara un mar de gente y estaba seguro que el teatro no iba a ser eso (entras, ves y te vas), además en el MACAY las entradas eran gratuitas, sólo tenía que arriesgarme a salir de noche y regresar al entonces violento sur de Mérida por donde vivía, pero bueno que más daba.
Había visto dos obras de teatro regional, siempre era yo el que proponía sketchs en las escuelas donde estuve inscrito, con los padres salesianos participé en un montaje de “Jesucristo Gómez” de Vicente Leñero y por casualidad había visto “Los árboles mueren de pie” de Alejandro Casona, interpretado por un grupo estudiantil de la marista. Podría decirse que mi trayectoria como espectador no era la más adecuada para rechazar seguir viendo las cosas, tomando en cuenta que no conocía nada.
La obra que fui a ver en ese entonces se llamaba “Sobre la muerte y otras despedidas”, el texto era una serie de escenas que servían de pretexto para hablar sobre la muerte y también de la vida. La obra era dirigida por Francisco Solís, misma que contenía textos de Rosario Castellanos, Jaime Sabines, Juan Rulfo, parte del cancionero popular y la música de Jaime López, Caifanes y Bob Marley. Además de un monólogo titulado “La muerte del abuelo” basado en un cuento de Janitzio Durán.
En primera instancia, la obra no se presentaba en un teatro sino en un museo. Lo primero que vi al ingresar al recinto fue a los integrantes del “Diletante Teatro” (ahora Compañía de teatro “El sueño”) en proceso de entrenamiento, antes de entrar a su personaje, no podemos decir a escena, porque ya estaban en ella.
Los poemas, las canciones, un canto a dueto a partir de un corrido popular y la energía de cuatro actores (Hortensia Sánchez, Cinthya Alayola, Eduardo Santander y Francisco Solís, además de ese de la pequeña Desiré que lanzaba al aire un globo blanco) fue suficiente para que se hiciera el teatro. También cobraba importancia el hecho de estar frente a un teatro intimista en el que se podía ver cada gesto y sobre todo el ver por primera vez una actuación que no era cómica y que no estaba llena de clichés sino de emociones y sentimientos, que fue el monólogo “La muerte del abuelo”.
Fue ahí que por primera vez que supe lo que era el encuentro con la magia ficcional, esa lógica paradójica circunstancial (como diría Stanislavski) en el que sabemos que se está ante algo que aparentemente no es, pero que se está haciendo. Después, con ese mismo ejemplo comprendí porque en la República, Platón había expulsado al poeta.
Este primer encuentro sólo hizo que me acercara al arte, fue algo fortuito, ahora muchas veces el arte se da cuando lo consumo ya sea en forma de film, música o libro.
Alguna vez le he dicho al señor Solís que “Sobre la muerte y otras despedidas” ha sido su mejor obra, claro, escudándome en ese primer encuentro muy particular que tuve con el hecho escénico.
Ahora, muchas veces el decidir si se acude a los libros o si se es un espectador de teatro, se debe a lo que en los momentos claves nos tocó presenciar. No se juzgue aquel que no va al teatro, no sabemos que mala experiencia tuvo y por eso lo evita. Ahora, si encontramos a alguien que carece de experiencia, lo mejor es buscar como encauzarlo pero rumbo a la seguridad, no hundirlo en el mal espectáculo que indudablemente lo alejará de las butacas para siempre.
Ahora, muchas veces se podrá decir que el arte no es accesible al pueblo por sus costos, pero la primera experiencia de miles de estudiantes (primaria, secundaria y bachiller) en muchos casos ha estado asegurada gracias al Programa Nacional de Teatro Escolar, pero esa, es otra historia, yo aquí sólo hablo de esa primera vez, que tendría que ser algo diferente.
PUBLICADO EN POR ESTO!, 20 de marzo 2009.
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